Bitácora poético/cletera...que es lo mismo ni es igual
Journal for poetry and cycling lovers ...that is the same yet it's not equal

miércoles, 24 de mayo de 2017

Fall in Autumn - 31st entry -

FALL IN AUTUMN
                     540 days off season


entry 31  Royal Graffiti

               Valparaíso. Los fríos del otoño se abren paso entre las serpenteantes callejuelas y los coloridos pasajes del Puerto principal de Chile. Caminas, oteando sus rincones, descubriendo puertecillas, espantando perros que, callejeros, se cruzan a tu paso, te ladran, te huelen, van dejando fecas por doquier. La porteña ciudad tiene entre sus barrios, particularmente los del Cerro Concepción y Alegre, la impronta indeleble del paso y residencia de varias migraciones de ingleses desde recién nacida la República, quienes dejaron no sólo costumbres y nombres insignes, sino también una huella arquitectónica y patrimonial. Mirando en retrospectiva, caminar por Valparaíso es caminar por el Bristol del cono sur, o al revés, Bristol reluce sus enormes murales y serigrafías evocándote un Valparaíso enclavado entre cerros a miles de kilómetros de distancia.  Ese día me había levantado temprano, me había reunido con una cincuentena de estudiantes provenientes de lugares tan disimiles como China, Alemania y México, con los cuales habíamos cogido un atiborrado bus en dirección a Windsor, sede del palacio real de Inglaterra. Ahí, y luego de disfrutar de una larga charla matutina con Danielle, oriunda de Hamburg y de gran apetito por los sándwiches, me había deslumbrado con la magnificencia del palacio real, sus salones impecables y el abundante conjunto de reliquias, armas, vestuario, y cuadros disponible para la miríada de visitantes que diariamente atiborraba sus dependencias. Windsor, cercano a Londres y sin embargo distintivo, es un pequeño reducto de tiendas, comercio y residencias distante aproximadamente a una hora hacia el noroeste de la capital británica. Sin embargo, su característica principal y el motor de su economía y relevancia es sin duda el Palacio Real, lugar al que se puede acceder tras un riguroso control de seguridad digno de un aeropuerto. En dichos aposentos se atesora, además del guardarropa de la reina, una enorme cantidad de objetos preciados tanto por su valor histórico como material, engalanados por los espacios, estancias, vitrinas y cuartos altamente decorados que es posible apreciar siguiendo el recorrido cuidadosamente trazado para disfrute y asombro de visitantes de todo el mundo. Además de centro turístico internacional, el Palacio de Windsor destaca por aún servir de sede del gobierno real, lo cual prohíbe a los visitantes acceder a ciertas alas del enorme conglomerado de piedra, madera y granito visibles de manera única tras recorrer la escueta senda que entre cuidados jardines y añosos y alineados árboles, sirve de magna y coronan un conjunto arquitectónico sin igual. Lejos de la suntuosidad y pompa de los salones en Windsor, y distintivo también entre el pulcro paisaje de las ciudades inglesas se halla, a unos pocos kilómetros de la frontera con Gales, la ribereña ciudad de Bristol. Caracterizada por sus pasajes a ninguna parte, murales, graffiti, y su sabor bohemio, la ciudad que fuera cuna del arte de Bansky y la música de Portishead, Tricky y Massive Attack reluce como una preciada joya de arte urbano y contrastes. Entre sus calles pueden hallarse tabernas frecuentadas hace siglos por piratas así como piezas de tecnología y arte moderno sin parangón en otras ciudades británicas. En Bristol la realeza parece una broma, material para el humor y el arte callejero, materializada en chicles que, pegados a algún muro ya pintarajeado, sirven de soporte para la expresión de grafiteros y serigrafistas. Son sus calles en sí mismas un enorme y colorido telón para levantar consignas de índole políticas o intelectualistas, que consiguen conducir al debate a sus transeúntes cotidianos, y sin duda logran sorprender a sus visitantes recurrentes. Caminar junto a Danielle por las calles de Bristol era caminar con ella por Valpo, escapando de los orines de los rincones y disfrutando del reflejo de las luces de neón sobre las aguas que atraviesan la ciudad. En Valparaíso era el océano lo que en Bristol el río Avon, ribera junto a la cual descansaban cafeterías y barcazas tanto añosas y modernas. Y si bien en Bristol como en el resto de Inglaterra no era sencillo hallar algún perro callejero haciendo de las suyas tras alguna esquina, ni tampoco Valparaíso contaba con la magnificencia de alguna de las edificaciones de Bristol como el puente que lleva su nombre o la Torre Memorial a Willis; ese saborcito que ambas ciudades traía a mi memoria al caer la noche me hacía sentirlas conectadas, enlazadas por algún misterioso hilo atemporal o tal vez por alguno de los tantos relatos de corsarios que podía escucharse en alguno de sus bares, tabernas o burdeles. Mirando los profundos ojos de Danielle y compartiendo una sonrisa recordé las innumerables caminatas por Valparaíso, hablé de ella y proyecté mis pasos hacia el futuro, hasta cuando tuviera oportunidad de caminarla nuevamente. Hoy, son los empedrados del puerto los que me recuerdan las aguas de Bristol, su contraste respecto a Windsor y al resto de lo que llamamos “inglés”, lejos de la compostura esperada y la limpieza y uniformidad de sus fachadas, lejos de ese peso monárquico y esa tradición arrastrada por siglos. Bristol me supo a Valpo y Valpo me sabe a Bristol, a uno latinoamericano, más caótico y definitivamente, más bello.





River Avon – Bristol 
Windsor Castle – Windsor


Fotografía/Photo por/by David Lethei

sábado, 13 de mayo de 2017

Fall in Autumn - 30th entry -

FALL IN AUTUMN
                     540 days off season


entry 30  Going North

               Atravesar Francia, en tren de alta velocidad, yendo desde las costas mediterráneas  hasta el Gare de Lyon en París era una idea instalada en mí desde mis primeros años de adolescencia. Una idea romántica sin duda, y cara como pocas. Sin embargo, la aventura que representaba viajar como en las películas, como en aquella cautivadora cinta sobre aquella pareja que se conoce en un tren mientras atraviesan la campiña francesa, y que luego pasan una noche juntos, caminando, conociéndose, disfrutando las horas antes del amanecer; me había sonado desde siempre una experiencia memorable, algo que había que vivir considerando que mi ruta me llevaba de vuelta hasta Londres, donde el frío del norte me haría extrañar la calidez mediterránea. Y si ya me había maravillado atravesando los Alpes de norte a sur siguiendo la sinuosa ruta entre las montañas a bordo del económico Flixbus, el recorrido de vuelta no se quedaría atrás en cuanto a su vitrina de verdes lomares interrumpidos sólo por la cadena montañosa incipiente allá en el horizonte. Y esto es porque las vías del ferrocarril, tras pasar por Figueres-Vilapant, Perpignan, Narbonne, Montpellier, Nimes, Valence y, por supuesto, tras haber surcado la costa sur de la gran nación gala, ahí donde el Mediterráneo se disuelve entre manglares y caseríos a bordemar; le regalan al pasajero la experiencia única de los colores, olores y sabores de la campiña, la cual, a la hora del atardecer, se desbanda en amarillos intensos, verdes generosos, montañas cobrizas, sierras blanquecinas, y una miríada de techumbres, edificaciones en ladrillo pintado, carreteras impecables, y sonrisas al pasar. Así, los 600 y tantos kilómetros que separan Barcelona de París se vuelven un conjunto de postales sin igual, imágenes que comienzan con los cálidos tonos del sur de Europa bajo un cielo radiante, para irse constituyendo en una paleta de grises y marrones a medida que cae la noche y la ruta enfila al norte hasta llegar a la gran urbe. París te recibe con los brazos abiertos, como es usual, con la misma mueca agridulce que caracteriza a sus habitantes, en general indiferentes ante viajeros y turistas. Caminas por esas mismas calles por las que anduviste unos meses atrás, pero ahora con mayores certezas de dónde ir y cómo llegar hasta ahí. Con tu escaso francés te haces de unos panecillos y algo para beber, te sientas. Unos sujetos se te acercan, te hablan, murmuran algo en un idioma que desconoces, ante tu silencio se retiran. Comes ansioso, estás hambriento después de las 6 horas que ha tomado el viaje desde Cataluña, miras el gran reloj dispuesto en la enorme mole de fierro que te parece Gare de Lyon, la estación de trenes ubicada al sur de la capital francesa. En una hora más deberás partir hacia Gallieni, a través de la línea 3 del entramado del metro parisino, donde deberás alcanzar el Eurolines que te llevará de vuelta a Inglaterra. Para tu sorpresa, y a diferencia de cómo ha sido en el pasado, no cruzarás el canal sobre un ferry, sino que el bus en el que viajarás subirá a uno de los trenes de alta velocidad y será llevado, junto a decenas de otros buses y automóviles, a través del Eurotúnel bajo las aguas del canal inglés. Llegarás a Londres a las 6 de la madrugada, con el frío en los huesos recorrerás aquello que faltó las veces anteriores, volverás a aquello a lo que te prometiste volver. Cargado de experiencias y suvenires almorzarás en Camden Town para luego partir de la capital inglesa con un sabor nostálgico en las papilas. Pasarás por última vez por Winchester, a eso de las 8pm, para llegar a Southampton a las 9, ya pensando en que en dos días más, en tan sólo dos días más, emprenderás el regreso más largo de tu vida.




Going North – France

Fotografía/Photo por/by David Lethei

miércoles, 3 de mayo de 2017

Fall in Autumn - 29th entry -

FALL IN AUTUMN
                     540 days off season


entry 29  Mediterranean

               La carta del Carro brillaba sobre la negra tela que cubría el altar. Corría Noviembre del año 2006, y mi padre regresaba de una estadía en Barcelona en lo que había sido su primer viaje fuera de Chile. Por motivos laborales había tenido oportunidad de conocer la bella ciudad catalana, probado las tapas y otras delicias españolas, además de tomar uno que otro baño en las aguas del Mediterráneo. Al regreso y cargado de experiencias, pasaría horas mostrándonos fotografías y contando anécdotas sobre todo el periplo, historias que nos acompañarían por largo tiempo y durante muchos almuerzos, cenas, desayunos familiares y eventos de escala mayor. Y por supuesto, cada una de sus descripciones se grabaría en nuestra memoria emotiva de manera indeleble, en tanto veíamos el brillo en sus ojos al hablar del Paseo de La Rambla, las Plazas de España y Catalunya, así como del Maremagnum, el barrio Gótico y las casas de Gaudí. Once años más tarde, sería yo quien caminase por esas mismas calles, esos mismo barrios y reconociera esos rostros descritos tanto atrás. Tras aterrizar desde Roma hallaría en las torres rojizas de la Plaza de España mi primera parada. Los suelos daban cuenta de una larga lluvia ya en retirada y los cielos, quebrados entre nubes y noche profunda, brindaban trasfondo a las luces de dicha ciudad a orillas del Mediterráneo. Trepé a pesar del cansancio las largas escalinatas hasta la fuente monumental y más allá, hasta el Palacio Nacional arriba en el Montjuïc. Grité a los cuatro vientos saludando a la Barcelona de la que había hablado mi padre, la de las películas, las fotografías y la de los sabores que ahora tendría en bien probar. Me perdería las horas y días siguientes por entre los adoquinados callejones, los coloridos mercados de abasto y sintiendo, en mis pies descalzos, la textura de las arenas en la playa de la Barceloneta más allá de la Rambla y el monumento a Colón. Me asombraría con la Sagrada Familia y su cuerpo único proyectado por décadas de arduo y constante trabajo, así como con la grandilocuencia del Monte Tibidabo oteando desde las alturas a la perla catalana. Me perdería, me asombraría y muchísimo más así, entre misterio y misterio. Como un designio antiguo, en algún punto de mi transición a la adultez descubriría el tarot y éste, cual silencioso maestro, se haría parte de todo lo que llamaría mío. Un mazo hecho en España, con un antiguo diseño italiano y disponible en una tienda única en la materia en calle Ürguell, me esperaría los once años de distancia entre uno y otro círculo. A tientas, más bien guiado por la intuición que por razón alguna, había dispuesto una parada en Barcelona durante mi periplo europeo, una parada que no buscaba sino hacerme llegar donde había deseado once años antes, cuando veía en la contraportada de un libro una dirección donde llegar en caso de un mazo ir a buscar. La carta del Sol anunciaba un exitoso regreso a casa. Vestí mis últimas ropas limpias disponibles y guardé aquellas que más tarde debería lavar. Cuidadosamente, dispuse cada suvenir recogido durante el largo viaje dentro de la bolsa que ella me había aconsejado comprar en Roma y en la cual llevaba no sólo mis recuerdos. Salí del hostal donde había pasado las últimas dos noches y el frío de las horas previas al alba me desperezó. Enfilé en dirección a la Torre Agbar, por allá, tras pasar la arena taurina y la Plaza de las Glorias. Las últimas fotos de una gran aventura darían testimonio de mis ganas de no partir, de quedarme ahí o mejor, de volver a Roma, al sur de Italia y a sus brazos. El tren de alta velocidad que me llevaría a través de Francia me esperaba en la estación de Sants, en las afueras de Barcelona, como queriendo irse antes que yo. Eran las 2 de la tarde, el sol brillaba en lo alto y en mi retina se entremezclaban imágenes de toda la Europa recorrida; de los colores y grises, la monumentalidad y lo leve. En mi boca por otra parte, permanecía un único sabor mediterráneo, uno único e irrepetible. La carta de la Luna se dejaría caer con la sutileza habitual sobre las restantes, anunciando el advenimiento de una melancolía a esas alturas evidente. El tren partiría diez minutos después.




Barcelona and the Mediterranean – Barcelona

Fotografía/Photo por/by David Lethei