FALL IN AUTUMN
540 days off season
entry 7 – Bicycle days
40 km por hora por el Itchen Bridge para llegar a Woolston. 40 km por
hora en picada por el Redbridge para llegar a Totton. 40km por hora. Un número
así para un amante de los automóviles puede sonar hasta ridículo, pero para los
que amamos las bicicletas, 40 kilómetros por hora descendiendo por una senda
rodeada de verdes arboledas, con el viento del Atlántico en el rostro, sin más
carrocería que el cuerpo mismo, y con una vista plena a todo el estuario en el
que se ubica Southampton, es precisamente algo por lo que vale la pena escribir
una reseña. Me había pasado los últimos 15 años de mi vida arriba de la cleta.
La había usado para los tramos cortos, diariamente hacia la Universidad o hacia
el trabajo, y para los más largos y exigentes, como a San Antonio, al Arrayán,
a Buin o a Valparaíso. De noche y de día, de día y de noche, los tensos rayos
de alguna de mis bicicletas me habían acompañado en mis largas andanzas ya
fuere que éstas hubieren sido en compañía de otros cleteros, o en la soledad
del pedalero en ruta. Me había hecho de un buen número de bicicletas a lo largo
de todo ese tiempo, cada una bautizada según una experiencia particular pudiere
referirme a cada una de ellas. Como el capitán a su velero, mis bicicletas
traían consigo no sólo muchísimos kilómetros y otras tantas huellas del camino
sino que, a mis ojos, también una identidad propia y una funcionalidad
distintiva. “La Micro” para ir al trabajo, “La Chandelle” para ir a la playa, y
así “La Grillo”, “La Viuda” o “La Sinfónica” para otros tantos distintos
recorridos. Entre ellas había varias antiguas, de las Caloi con el asiento con
respaldo, y de las mini CIC aro 20”. También había en la colección algunas
modernas como la Dahon plegable y una con modelo híbrido entre playera y
rutera, y por supuesto una tropelía de accesorios desde luces hasta
herramientas de la más alta especificidad. Con tanta tradición cletera a
cuestas, no sería extraño que me dispusiera a pasar los últimos seis meses
previos al viaje, ejercitando aún más los músculos y preparando las condiciones
físicas para afrontar futuros pedaleos en tierras extranjeras. Cada día, o día
por medio, se hacía necesario algún pique por breve que fuera al Tupahue. Cerro
arriba, el aire se enrarecía y la vista se aclaraba ante los 845 msnm que
alcanzaba la atalaya, frondosamente habitada por especias autóctonas como el
pimiento o el quillaye. A través de tramos cortos y constantes, preparaba mis
piernas, nuca y muñecas para los futuros pedaleos que esperaba me permitieran
llegar más allá de los límites de la ciudad conocida. De esa forma, además de
seguir yendo a los lugares habituales a los que me llevaba la cleta, me insté
paciente y constantemente a extender las vueltas, a pedalear no más lejos de lo
que ya lo había hecho, sino de manera más recurrente e intensa, en tramos
cortos y presurosos, en caídas libres por verdes cuestas. El Cobbden Bridge,
entre Bitterne y Portswood, me vería entonces atravesándolo presuroso,
siguiendo la ruta sobre mis propias pisadas, revisitando los lugares ya
caminados pero ahora desde la perspectiva del cletero; más veloz y más
enérgica. Subí las pendientes de Eastleigh hasta llegar a Fair Oak; me interné
en su Stoke Park y pedaleé en el barro. Atravesé los bosques y los páramos.
Crucé los cauces y los caseríos en Totton. En dos ruedas alcanzaría los
castaños manglares del Río Test y las tranquilas orillas de Bartley Water, allá
en Eiling Hill donde la ciudad sucumbe ante la olorosa muralla del New Forest. El
dolor, el sudor, el apetito que hace al cletero seguir pedaleando más allá de
sus fuerzas me mantendría en movimiento de ahí en más. Había llegado a mis
manos, por tan sólo 50 libras, una bicicleta urbana aro 26” igualita a varias
de las que había dejado en casa. “Brexit”, como con ironía sería llamada, me
haría llegar más allá de los bordes de Southampton, donde siempre teniendo en
cuenta aquello de que por acá se ha de manejar por la izquierda, gratamente me
encontraría con un sinfín de otros cleteros repartidos entre ruta y ruta, yendo
a solas o en familiones. Aprendería en estos periplos, que la cortesía habitual
del británico medio se extiende más allá de sus compuestos modales, llegando
incluso a la civilidad con la que conducen sus vehículos. Siempre atentos al
peatón de turno o al eventual ciclista, no hay conductor que no esté dispuesto
a ceder el paso ante el interés ajeno, ni hay quien se atreva a hacer sonar su
bocina para hacer saber que la tiene. Pareciera que tuvieran la palabra respeto
tatuada en el alma, o al menos civilidad urbana. 40 kilómetros, 50 kilómetros,
100. Todos los que queden aún por recorrer. La confianza que permiten tales
costumbres al volante te hace pensar que no hay límite, más que el de las
propias ganas y energías. 40 kilómetros por hora con las nubes como telón de
fondo; un nuevo camino, una vuelta, un desvío por descubrir: La felicidad en
dos ruedas.
Botley Road – Fair Oak
Fotografía/Photo por/by David Lethei