FALL IN AUTUMN
540 days off season
entry 28 – Eternal City
Las
notas de “Now we are free” en la majestuosa voz de Lisa Gerrard resonaban por
los audífonos a medida que me acercaba a la Ciudad Eterna. Sendas bandadas de
negras aves cubrían los cielos a medida que el alba despuntaba en el horizonte.
El bus, completamente lleno y quejumbroso avanzaba por la larga carretera por
la que habíamos cruzado media Italia y su mano, la misma que había probado unas
noches antes cenando en Bari, sostenía la mía a través del pasillo. Vetustos
pinos demarcaban la ruta de entrada a Roma mientras en la distancia se
divisaban los caseríos, luego las cúpulas, luego los entramados por los que
romanos de hoy y desde hace siglos habitan atrincherados entre las siete
colinas. La ciudad amurallada, erigida entre antiquísimas ruinas imperiales,
ahí donde gladiadores dejaban su sangre en la arena del Coliseo y aurigas se
aprestaban a su última carrera en los circuitos del Circo Massimo; ahí donde
las artes han estado al servicio de lo humano y lo divino; ahí donde las aguas
del Tíber parten la ciudad en dos y donde hay una fuente a cada cinco minutos.
Porque si algo caracteriza a Roma es la grandilocuencia y abundancia de sus
fuentes de agua, algunas magníficas como la Fontana di Trevi, y otras más
sencillas y meramente funcionales como las que uno puede hallarse dando un
paseo por las afueras. Arcos, columnas, imponentes mausoleos, templos, termas y
pabellones; que si Berlín es un Museo de la Memoria, Roma sin duda es un Museo
de Sitio, una enorme excavación arqueológica, una galería de arte al aire
libre. Y ahí donde la magnificencia del Panteón no brilla ni tampoco las
esculturas ni los egipcios obeliscos, sí salen a relucir las delicias
culinarias disponibles en cualquiera de su sinfín de restaurantes y emporios.
Ofreciendo una alcachofa junto a la puerta, bajo la ventana o sobre la mesa, la
delicia verde es común en la cocina y el paladar romano, así como lo son los
gatos de todos los colores pero decididamente gordos los cuales se pasean entre
el millar de turistas en total dominio de sus terrenos. Y si uno ya se
encuentra hasta el hartazgo de tanto monumento y magnífica fachada, bien vale
ir por más y adentrarse en el centenar de iglesias y otro tanto de Basílicas
que con su arte renacentista, sus frescos, decorados, reliquias y cuanta cosa
más pudiera la Iglesia pretender atesorar, pululan por toda Roma en las cuatro
direcciones. Tanto que desde las alturas del Parco del Gianicolo, entre el tono
amarillo y rosado pálido abundante por doquier, no hay punto en la mirada que
no alcance alguna iglesia tañendo sus campanas en invitación a sus fieles. Eso
sin mencionar la Iglesia Mayor, la famosísima Basílica de San Pedro en el
corazón del Vaticano, lugar desde donde, luego de pasar junto al Castel
Sant´Angelo y proseguir hasta el final de la Via della Conciliazione, puedo uno
entregarse a la contemplación de semejante conjunto arquitectónico e incluso,
si la hora es la correcta, permanecer a escuchar la voz del Papa de turno
enunciar su misa. De cualquier manera, ni los espléndidos parques, antiguas
explanadas, ni las arboledas, promontorios, ni muchísimo menos el peculiar
sepulcro de Cayo Cesio en forma de Pirámide se comparan con la aventura de sus
besos, ni el aroma de su piel, ni sus pechos en vaivén, ni la aurora en su
pelo. Ella, uno de los tantos sabores de Italia y sin embargo el único capaz de
hacerme perder el sueño en tierras tan lejanas. Ella, que de la mano me
llevaría por barrios conocidos y desconocidos, que me hablaría de historia,
filosofía y cocina, que me regalaría sus besos y algo más. Ella, la Italia
inesperada, la que se iría para no volver ya más tras despedirse en la estación
de Triburtina, apresurada por atrapar el último bus de vuelta a casa, mientras
yo partía en dirección contraria. Ella y la ciudad eterna, diciéndome adiós al
caer la tarde, dejando recuerdos en el aire, por entre las piedras y silencios
de Roma.
Via dei Fori
Imperiali – Roma
Fotografía/Photo
por/by David Lethei
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