FALL IN AUTUMN
540 days off season
entry 14 – Hibernia
Una
espesa niebla cubría los extensos campos camino a Hibernia. Había partido la
noche anterior desde Southampton, en dirección a la isla de las verdes cúpulas
y los tréboles de cuatro hojas, en
una travesía de 20 horas que incluía cruce en ferry desde Cairnryan, un pequeño
enclave histórico en el sur de Escocia, así como paradas del bus en ciudades ya
conocidas como Manchester, Birmingham y Liverpool. Incontables extensiones de
intenso verde acompañarían mi viaje a medida que el bus se acercaba a la costa
del Mar de Irlanda. Una vez cruzado el estrecho, Belfast me esperaría imbuida
en un manto de nubes y allá, a la
distancia, el promontorio de Napoleon´s Nose se erguiría a saludar como lo hacía
con todos los viajeros. Un año antes, precisamente un 8 de diciembre, me
dirigía como lo dictaba la tradición anual en bicicleta hacia el océano,
aprovechando el cierre de la añosa ruta 68 camino a Valparaíso. Cientos de
miles de peregrinos se hacen a la ingrata senda de cemento, cerrada de manera
extraordinaria para vehículos motorizados, en pos de retribuir a la virgen de
Lo Vásquez los favores concedidos. A pie, en bicicleta, e incluso de rodillas,
grupos de amigos, familias y hasta mascotas se adueñan por una vez de la
concesionada carretera para entregarse a la travesía de recorrerla de punta a
cabo y así, tras decenas de horas de pedaleo incansable, caminata, charla, risa
y determinación, llegar a los alrededores del santuario a la virgen, dispuesto a
unos 20 kilómetros del puerto principal de Chile. Hordas de ciclistas
aprovechamos dicha instancia para hacernos al camino apenas va cayendo la noche, para apreciar así la
puesta desde la bajada interminable luego del Túnel Lo Prado, que tras un par
de kilómetros de sinuosa oscuridad nos entrega a las alturas en caída libre a
punta de pedal y nos despierta del cansancio con ventarrón en la cara. Tras cuestas horribles
y otras no menos agotadoras rectas, y luego de habernos hecho camino entre la
multitud que en el Santuario pernocta ansiosa de comprar chucherías, comerse un
pernil con café o rendirle sus respetos a la virgen; cada año logramos un no
menor número de adictos a la cleta terminar nuestra travesía de cara al océano
Pacífico, arrojados en alguna playa entre Valparaíso y Viña, pasando los
calambres a punta de plátanos y siesta. Exactamente un año después, me había
hecho camino por las gélidas aguas que separan Gran Bretaña de la antigua
Hibernia, conocida hoy en día como Irlanda y dividida entre un norte
protestante, parte del Reino Unido y por tanto bajo tutela monárquica; y un sur
republicano, ferviente católico y devoto de su memoria. En ese norte dejaría
los pies y la mirada en el atalaya de Cavehill park, desde el cual pude divisar
Belfast, sus grúas, lagunas, iglesias y jardines; para luego enfilar por sus
rincones bohemios llenos de murales, recuerdo a sus mártires y los remanentes
del Titanic. Construido en sus muelles,
su imponente presencia de buque mítico perdura y bulle su imagen en el mercado de
la ciudad, oloroso a pescado fresco y cerveza; así como en postales, museos y
suvenires. En el norte reiría en compañía de Kiki, discutiría de sociología
caminando entre los puestos navideños y me sentiría más en casa mirándola a los
ojos y escuchándola hablar. En el norte veríamos juntos el amanecer y aún tras
ponerse el sol Belfast nos seguiría oyendo hablar de nuestra patria común y de
nuestra conjunta aventura. En el norte hablaríamos del amor, de los británicos,
los chilenos, el dinero y la familia, y nos despediríamos con un abrazo en una
concurrida esquina mientras la vida nocturna llenaba las calles de ruidos,
colores y algarabía. Desde el norte me dirigiría el último día de mi viaje
hacia la capital del sur, Dublín. Con sus edificios monumentales, sus verdes
cúpulas y archiconocida iconografía que incluye duendes, tréboles, arpas y
ancestrales ritos celtas, la ciudad capital se extendería ante mí para cruzar
sus puentes de lado a lado, de pueblo viejo a nuevo, de cerveza negra a olla de
oro, y de danza irlandesa a Oscar Wilde. Dublín, donde la bandera de Irlanda
flamea orgullosa en cada edificio, donde los extraños son sólo amigos por
conocer y donde se comparte en grupo, en las calles, en los bares, los tranvías
y paraderos. Irlanda, tierra de amistad, verdor y roca y gaélica lengua,
insondable misterio y cruce de caminos; ahí donde los arcoíris guardan un
tesoro a quienes los persiguen, donde la suerte está a la vuelta de la esquina
si se la invoca con una sonrisa, allá donde la memoria se cultiva en
señaléticas y cánticos, allá donde sentirse en casa es muchísimo más fácil que
llegar e irse. A eso de la medianoche el ferry que me traería de vuelta tocaría
tierra británica en los muelles de Holyhead. A pesar de la profunda noche la
luna llena permitiría divisar a la distancia la imponencia de las montañas de
Eryri. Atravesaría nuevamente el norte de Gales pero esta vez en la comodidad
de un asiento de bus, cansado y henchido de tanta experiencia. En la carretera
quedarían mis memorias de Lo Vásquez, las pisadas en Belfast y las sonrisas de
Dublín; y en la carretera la belleza de todos los pasos por venir.
Hibernia at dawn – Irlanda
Fotografía/Photo por/by David Lethei
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