FALL IN AUTUMN
540 days off season
entry 16 – New Year´s day
Diez. Sobre las aguas del río Támesis un espiral de colores se refleja
mientras miles de espectadores contemplan atentos a cada giro, figura y cambio
de ritmo. Los estruendos, sucesivos, sacuden los tímpanos de quienes hemos
venido desde todos los rincones del mundo a contemplar el espectáculo
pirotécnico, rememorando tal vez en nuestras mentes los otros de los que hemos
sido testigos; desde Berlín sobre la puerta de Brandenburgo, Paris con las
luces sobre a Torre Eiffel, Valparaíso con sus luces sobre el Pacífico, Times
Square en Nueva York , Sao Paulo, Moscú, Tokyo o Singapur, la cortina cae sobre
2016 en el mundo occidental y cada ciudad merece una fiesta, cada familia un
festín, y cada monumento un show de fuegos artificiales. Nueve, ocho. La
nochevieja anterior había tenido patente aquel sabor a la partida, esa
sensación agridulce que deja la celebración cuando se sabe en los adentros que
no se repetirá, para bien o para mal, de la misma forma en el siguiente día de
año nuevo. Corrían las ensaladas de papas con mayo, choclo, tomate y arroz
primavera, sendas presas de pollo adobado en especias desde temprano por mamá,
ponche preparado por papá, y cola de mono comprada en la botillería. Sonarían
las tradicionales cumbias de Tommy Rey y la Sonora Palacios, mientras el resto
de la familia se adornaría con las mejores pilchas para recibir el nuevo año
como corresponde. Ante la imposibilidad de ir a ver los fuegos en directo a la
Torre Entel, Valparaíso u otro reducto nacional, bienvenida sería la
transmisión televisada para acompañar el conteo a la medianoche y de ahí pasar a
los abrazos sentidos, los lacrimógenos y los de cortesía. Se descorcharía el
champagne y el bullicio provendría de las calles, los vecinos, los bocinazos y
los perros al ladrar. Se susurrarían los buenos deseos al oído y otros decretos
serían dichos a viva voz, como para que no quedara duda de las nuevas resoluciones
para con el nuevo período. Empezaba el 2016 y nadie sabía en casa que para la
próxima no lo pasaría con ellos, ni siquiera yo mismo. Siete, seis. A pesar de
lo que podría creerse, sendos conteos en español podían oírse en la multitud de
angloparlantes de oficio y de los otros, los locales. Familias se habían
aprestado junto a las vallas de contención que separaban al gentío del
grandilocuente London Eye, una noria-mirador de 135 metros de altura situado en
el banco sur del río Támesis en torno al cual, y con vista a la mencionada
atracción, cientos de miles de personas disfrutarían del espectáculo de luces, colores, fuegos artificiales y sonidos perfectamente sincronizados a los cuales daría el
puntapié el Big Ben con sus tradicionales doce campanadas justo a la
medianoche. Y mientras resonaban los parlantes con música electrónica que
pretendía encender la fiesta, las Casas del Parlamento verían su reflejo
multicolor desplegado sobre las aguas bajo el Puente de Westminster para deleite
de todos los que pasarían algo más de 4 horas de pie y bajo el frío londinense
a la espera del inicio del espectáculo. Cinco, cuatro, tres. Mientras caminaba
en busca de algún acceso al Metro, gratuito en dicha ocasión hasta pasadas las
4am, pude ver la cantidad de jóvenes entregada al desenfreno, al goce entre
amigos, o lisa y llanamente al sufrimiento en alguna esquina. Plastas de vómito
adornaban los rincones mientras cientos de miles de botellas de vidrio,
plásticas y latas daban testimonio del consumo alcohólico habitual a la
ocasión, haciendo de las otrora limpias avenidas un reguero de microbasurales.
No faltó tampoco el imberbe entregado a alguna práctica sexual arrinconada tras
algún escondrijo sin luminaria, o la jovencita maquillada hasta la memoria con la falda
a la altura del ombligo y la mirada perdida en alguna que otra reflexión descotada.
Era el año nuevo en Londres, donde afortunadamente no existen las cumbias del
tío Tommy ni tristemente no abunda el cotillón ni el abrazo espontáneo entre
desconocidos, donde el espectáculo pirotécnico está calculado como una secuencia
de momentums, con pausas bien calculadas y en relación con la música, y donde
las familias que se aventuran emigran rápidamente de vuelta a sus casas
dejándole las calles a generaciones más nuevas, inquietas y a ratos estúpidas.
Dos, uno. Mientras pasaban los últimos segundos del 2016 me pregunté en qué me encontraría
el fin de año próximo, cuando este proceso lejos de Chile ya fuere un vívido y
patente recuerdo, y el 2017 hubiera ya dejado su huella sobre el fin de estos
540 días fuera de temporada. Cuando nuevamente viviera un año nuevo con 30 y
tantos de calor en el ambiente y no con menos 3 como fuere estando en
Inglaterra, cuando para mi pesar la pachanga volviera a escucharse por doquier
y para mi gusto los abrazos cayeren espontáneos, y el 1 de enero volviera a
sentirse con esa pesada carga entre resaca y calor abrumador, y no como este,
atiborrado de bruma, llovizna y silencio. Feliz año nuevo, decimos los que
seguimos este calendario. Ya 2017 tendrá otras historias que contar.
City of London at New Year´s eve – London
Fotografía/Photo por/by David Lethei
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