FALL IN AUTUMN
540 days off season
entry 20 – The Shire
Barro en las ruedas,
pasto en las zuelas. Cuando niño, mi padre solía llevarme a escalar los cerros
que circundan mis calles de infancia. Caminos hechos por senderistas aguerridos
y/o por aficionados a la exploración; sendas cubiertas de maleza, espinos,
árboles enjutos y pedregosos descansos. Podíamos pasarnos días enteros subiendo
y bajando los cerros, ansiosos de conquistar otra colina, decididos a descubrir
hasta donde llegaba la ruta. Ese gusto por la exploración, ese apetito por
hacerse al camino me haría perderme por enésima vez, esta vez arriba de mi
bicicleta inglesa, por los verdes senderos de la comarca. Hampshire, condado al
sur de Inglaterra y unidad a la que pertenecen Portsmouth y Southampton, se
extiende río arriba más allá de la naciente del Itchen River y del Test,
dejando dentro de sus fronteras la grandilocuencia de los bosques del New
Forest y los acantilados de cal del South Downs National Park. Como pintorescas
motas una miríada de pequeños pueblos brindan descanso y alimento al viajero
empedernido, que maravillado por las extensas verdes tierras fértiles, deja de
lado el raciocinio de pensar que ya ha avanzado lo suficiente, y lo invitan a
ir por más. Caseríos en madera y piedra, despidiendo humillo por sus chimeneas
pueden hallarse tras una curva, un vericueto del camino, un desvío en la ruta.
Los arroyos alimentan las siembras y los jabalíes salvajes, vecinos habituales
en la comarca así como los ciervos rojos de gran cornamenta, se dejan ver de
tanto en tanto entre la espesura de las hojas. Totton, Eling, Hythe, Stockbridge,
World´s End, son sólo algunos de los nombres de esos caseríos desperdigados por
la gran comarca en la que los puertos de Southampton y Portsmouth aparecen como
costeras rarezas en el paisaje, y en donde la añosa Winchester se eleva como
cabeza de condado en título y espíritu. Por esos surcos embarrados, tras las
lluvias matutinas y las brisas vespertinas, viérame junto a mi Brexit
escudriñando hasta donde podía llegar la ruta trazada, y también la que no. En
la gran comarca están los bares, esos centenarios junto al camino, de los que
se ven en las películas sobre la Inglaterra de antaño. Y así también los
puentes escondidos, el aroma a “English breakfast”, y las parroquias entre los
ramajes. Como aquella que me hallase en Romsey, una milenaria abadía aún en pie
y brindando calurosa bienvenida, y sin cobrar un penny como sí lo harían otras
más turísticas desperdigadas por comarcas vecinas. Leña, siembra, firmamento
abierto. Eran los mismos esos días en que trepaba con mi padre por los cerros mientras
soñaba con estrellas. Yo las quería cerca, mías. Nunca pensé en ser astronauta,
mucho peso y andamiaje pensaba yo. Había que llegar ahí a pie, flotando en el
vacío, o pedaleándolo. Había que dilucidar el misterio que habitaba en la
negrura, traducir el lenguaje de la luz, leer las líneas de la noche. Fue así
que apilado entre los libros de la biblioteca del colegio fue que hallare
“Observar el cielo”, colorido manual de astronomía para neófitos que
despertaría el apetito por conocer más de las esferas celestes, y ambicionar la
compra de un telescopio cuando la solvencia de la adultez lo permitiese. No
podía tener el libro por la misma falta de solvencia, la cual mi padre reemplazaría
por una fotocopia del libro entero, como para pensar que podía ser posible,
caminar a las estrellas de sólo tener dicho libro y escudriñar sus secretos.
Pasarían años hasta poder hacerme de un telescopio que, con suerte, me
permitiría ver la luna y sus cicatrices, pero al menos sentiría que algo de
aquel sueño infantil se hacía carne, verdad, testimonio de lo que alguna vez
fuere. En algún punto perdido en la gran Comarca, pensando en cuanto extrañaría
a Brexit al deber dejarla en estas tierras tan lejanas, en un escaparate
escondido en un pueblillo sin nombre, mi yo de niño despertó de su sueño. Aquel
libro sobre las estrellas estaba ahí, en su versión inglesa, al alcance de mi
mano adulta y mi saber bilingüe. Como una perla de despedida, como un
intercambio, dejaría la bicicleta que me había acompañado todos estos meses por
los rincones de Hampshire, a cambio de un libro sobre la infancia perdida.
Sobre el barro en las manos, de caerse a ratos. Sobre la idea ingenuamente
luminosa de que se puede llegar a cualquier parte si se tiene voluntad. Sobre
el sueño de explorar con mi padre, con mis amigos de infancia, con la persona
que amo, la Tierra entera y por qué no, todavía más. El sueño de una ruta que
nunca acabe, de un viaje sin origen ni destino.
Lee Ln – Hampshire
Fotografía/Photo por/by David Lethei
Viajar, viajar...nuestra mente cambia queriendo explorar más allá, entregarnos al mundo. Hay un tiempo y espacio para eso. Estás en el, disfruta y atesora
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